En la región de las Hurdes, en la provincia de Cáceres, escondido en un precioso valle de difícil orografía se encuentra la casa del Cottolengo del Padre Alegre. Allí hemos pasado el curso de espiritualidad estos últimos siete días. En este lugar se encuentran los despreciados de la sociedad, los que no cuentan a los ojos del mundo, personas sin recursos económicos y con enfermedades o minusvalías psíquicas o físicas incurables que no tienen donde ir por diversas circunstancias… Pero ellos son los pequeños del Evangelio, los preferidos de Jesús. ¡Que misterio! Aquellos que la sociedad puede considerar ineficientes, improductivos son la niña de los ojos de Cristo… Y aquí comienza todo.
Durante estos días, cada uno de nosotros ha tenido el tremendo privilegio de dar de comer y beber, lavar y vestir a Cristo, pero no a Cristo de forma figurada, sino al mismo Cristo. ¡Dios mío! Si de verdad, con la gracia de Dios, creemos estas palabras de Jesús «lo que hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños a Mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40) te sientes un verdadero privilegiado por haber tenido la dicha de pasar unos días sirviendo a estos pequeños del Señor, a estos preferidos suyos. Aunque, al igual que Cristo ante la samaritana que pidiéndole de beber fue ella quien quedó saciada con aquella Agua Viva que perdura hasta la vida eterna, que es Cristo; del mismo modo, dando de beber a Cristo en el pequeño es uno mismo el que queda saciado, dando de comer es uno el que queda alimentado, lavando es uno el que queda con el corazón renovado y vistiendo es uno el que queda revestido con una felicidad indescriptible con palabras pero que difiere mucho de aquello que el mundo entiende por felicidad y que sólo el Señor nos puede dar. Es dando como uno recibe. Ojalá que hayamos podido hacer todo esto con el amor que Cristo se merece, pues no es tanto aquello que se hace sino con que amor se hace.
Aquí, en esta preciosa casa del Cottolengo de Las Hurdes, estas 40 personas (cuyos rostros no mostramos por el respeto que merecen, pero que si los vierais comprobaríais que rebosan una inocencia casi angelical) están bajo el cuidado amoroso y maternal de las religiosas Siervas de Jesús. Ellas dedican toda su vida, todo su día a día, a cuidar a Cristo pobre y enfermo presente en estas personas, encendiendo el corazón en el Amor ardiente de Cristo mediante la oración y la Eucaristía diaria, pues sólo así es posible dar algo que supera nuestra pobre limitación humana. Un ejemplo digno de admiración y alabanza a Dios por que Él se sirve de instrumentos para dar a conocer su amor infinito. ¡Gracias!
Ante el rostro de cada una de estas personas uno puede pensar ¿y esto, por qué Señor? Pues ciertamente es un misterio, pero como bien decía nuestro director espiritual hace un momento, sólo Dios en su infinita sabiduría sabe muy bien cuál es el camino para la santificación personal de cada uno. Nuestra meta es el Cielo, y allí algún día comprenderemos y daremos gloria a Dios, dándonos cuenta que poco importaba qué estado tuvimos en esta vida mortal, si enfermos o sanos, sino que disfrutemos eternamente del Amor de Dios habiendo amado su santa Voluntad en nuestras vidas. Al final todo consiste en reconocer: «Dios es mi padre, que feliz soy». Confiemos en Él y dejémonos llevar por su Voluntad.
Dios nos de la gracia para por un lado ver a Cristo en la persona que tengamos delante y por otro lado para que, por nuestro ser y actuar, ella a su vez pueda ver a Cristo en cada uno de nosotros, pobres pecadores que el Señor quiere hacer, un día no muy lejano, sacramentos vivos de su Amor y su Misericordia: sacerdotes de Jesucristo
Guillermo Padilla