La vida es una peregrinación

Don Borja Redondo, Director Espiritual del Seminario Mayor San Pelagio, nos deja, como colofón final, este precioso texto a modo de reflexión y preparación interior para la XXIV Peregrinación a Guadalupe. Leamos esto, es Cristo mismo quien nos habla a través de estas lineas, extraídas de una homilía del Santo Padre Emérito, Benedicto XVI.

Al acercarse la gran peregrinación de Guadalupe, después de tantos años, nos queremos preparar lo mejor posible para que sea una auténtica experiencia de encuentro con Jesucristo y con la Santísima Virgen María.

¿Qué deseamos tener en el corazón al partir? ¿Cuáles deben ser nuestras disposiciones, nuestras actitudes?

Los jóvenes que peregrinamos queremos ser, en primer lugar, jóvenes de corazón inquieto. Jóvenes movidos por la búsqueda inquieta de Dios y de la salvación del mundo. Jóvenes que esperan, que no se conforman con sus vidas seguras y quizás con un montón de comodidades. Jóvenes que buscan la realidad más grande. Jóvenes que quieren saber, sobre todo, lo que es esencial. Saber cómo se puede llegar a ser persona humana. Y por esto saber si Dios existe, dónde está y cómo es. Si él se preocupa de nosotros y cómo podemos encontrarlo. Que quieren reconocer la verdad sobre nosotros, y sobre Dios y el mundo. Jóvenes que desean que su peregrinación exterior sea expresión de su estar interiormente en camino, de la peregrinación interior de sus corazones. Que buscan a Dios y, en definitiva, están en camino hacia él. Ser, en definitiva, buscadores de Dios.

Jóvenes cuyo interés esté orientado a Dios, porque sólo así se interesarán también verdaderamente por los hombres. Pero sólo estarán verdaderamente interesados si son jóvenes conquistados por Dios. Si la inquietud por Dios se ha trasformado en ellos en una inquietud por sus amigos… un joven no puede ser uno que realiza su trabajo y no quiere nada más. ¡No!; ha de estar poseído de la inquietud de Dios por los hombres. Debe, por así decir, pensar y sentir junto con Dios.

No es el hombre el único que tiene en sí la inquietud constitutiva por Dios, sino que esa inquietud es una participación en la inquietud de Dios por nosotros. Puesto que Dios está inquieto con relación a nosotros, él nos sigue hasta el pesebre, hasta la cruz. «Buscándome te sentaste cansado, me has redimido con el suplicio de la cruz: que tanto esfuerzo no sea en vano», así reza la Iglesia en la liturgia. La inquietud del hombre hacia Dios y, a partir de ella, la inquietud de Dios hacia el hombre, no deben dejar tranquilo a un joven. A esto nos referimos cuando decimos que un cristiano ha de ser sobre todo una persona de fe. Porque la fe no es más que estar interiormente tocados por Dios, una condición que nos lleva por la vía de la vida. La fe nos introduce en un estado en el que la inquietud de Dios se apodera de nosotros y nos convierte en peregrinos que están interiormente en camino hacia el verdadero rey del mundo y su promesa de justicia, verdad y amor. En esta peregrinación, un amigo de Jesús debe ir delante, debe ser el que indica a los hombres el camino hacia la fe, la esperanza y el amor.

La peregrinación interior de la fe hacia Dios se realiza sobre todo en la oración. San Agustín dijo una vez que la oración, en último término, no sería más que la actualización y la radicalización de nuestro deseo de Dios. En lugar de la palabra «deseo» podríamos poner también la palabra «inquietud» y decir que la oración quiere arrancarnos de nuestra falsa comodidad, del estar encerrados en las realidades materiales, visibles y transmitirnos la inquietud por Dios, haciéndonos precisamente así abiertos e inquietos unos hacia otros.

Como peregrinos de Dios, hemos de ser, sobre todo, amigos que rezamos. Hemos de estar en un permanente contacto interior con Dios; nuestra alma ha de estar completamente abierta a Dios. Hemos de llevar a Dios nuestras dificultades y las de los demás, así como nuestras alegrías y las de los otros, y así, cada uno a su modo, establecer el contacto entre Dios y el mundo en la comunión con Cristo, para que la luz de Cristo resplandezca en el mundo.

Oremos a María que nos ha mostrado al Rey del mundo, para que ella, como Madre amorosa, nos muestre también a nosotros a su Hijo Jesucristo y nos ayude a ser indicadores del camino que conduce a él. Amén.

(Cfr. Benedicto XVI, Homilía, 6-1-13).

Borja Redondo, sacerdote.

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